viernes, 12 de julio de 2013

Tierra de poetas

De aquella tarde recuerdo la figura de un hombre mayor, de aspecto apacible, pelo cano y ojos grises hundidos detrás de unas lentes ovaladas que le daban cierto aspecto intelectual. Entró con un brazo levantado, muy parsimonioso, y con su dedo índice apuntando al techo me pidió un güisqui doble y preguntó dónde se encontraba la expendedora de tabaco. Sin tiempo para servir a aquel simpático anciano, la puerta volvió a abrirse, esta vez de forma violenta, y apareció para mi sorpresa Joaquín Sabina. Buscó con la vista a mi primer cliente y lo encontró agachado recogiendo su paquete de cigarrillos de la máquina.

–Ángel, vámonos – le ordenó al instante –le he pegado dos hostias al Benjamín de los cojones y parece que ya se ha acordado del camino que lleva a su casa. No olvides que les diga a Luis y a Felipe que no pienso volver a este puto pueblo de americanos.


El viejo, antes de salir, me miró por encima de sus gafas y dijo –joven, dejaré la copa para otra ocasión, disculpe las molestias.

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