De aquella tarde recuerdo la figura de un hombre mayor, de
aspecto apacible, pelo cano y ojos grises hundidos detrás de unas lentes
ovaladas que le daban cierto aspecto intelectual. Entró con un brazo levantado,
muy parsimonioso, y con su dedo índice apuntando al techo me pidió un güisqui
doble y preguntó dónde se encontraba la expendedora de tabaco. Sin tiempo para
servir a aquel simpático anciano, la puerta volvió a abrirse, esta vez de forma
violenta, y apareció para mi sorpresa Joaquín Sabina. Buscó con la vista a mi
primer cliente y lo encontró agachado recogiendo su paquete de cigarrillos de
la máquina.
–Ángel, vámonos – le ordenó
al instante –le he pegado dos hostias al Benjamín de los cojones y parece que
ya se ha acordado del camino que lleva a su casa. No olvides que les diga a
Luis y a Felipe que no pienso volver a este puto pueblo de americanos.
El viejo, antes de salir, me miró por encima de sus gafas y dijo
–joven, dejaré la copa para otra ocasión, disculpe las molestias.
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